Una de las búsquedas más persistentes entre los científicos que vienen generalmente de las ciencias de la Tierra y de la vida es la de la unidad del Todo. Dicen: «debemos identificar la fórmula que explica todo y así captaremos la mente de Dios». Esta búsqueda tiene como nombre la teoría de la gran unificación, o la teoría cuántica de los campos, o por el pomposo nombre de la teoría del todo. Por más esfuerzos que hayan hecho, todos acaban frustrándose o como el gran matemático Stephen Hawking, abandonando, esta pretensión, por imposible. El universo es por demás complejo para ser aprehendido por una única fórmula.
Sin embargo, investigando sobre las partículas subatómicas –más de cien– y las energías primordiales, se ha llegado a percibir que todas ellas remiten al llamado «vacío cuántico», que de vacío no tiene nada porque es la plenitud de todas las potencialidades. De ese fondo sin fondo han surgido todos los seres y todo el universo. Se representa como un vasto océano, sin márgenes, de energía y de virtualidades. Otros lo llaman “fuente originaria de los seres”, o el “abismo alimentador de todo”.
Curiosamente, uno de los mayores cosmólogos, Brian Swimme, lo denomina lo inefable y lo misterioso (The Hidden Heart of the Cosmos, 1996). Pues bien, éstas son características que las religiones atribuyen a la Realidad Última, que es llamada con mil nombres: Tao, Yavé, Alá, Olorum, Dios... El vacío grávido de energía, si no es Dios (Dios es siempre mayor), es su mejor metáfora y representación.
Lo fundamental no es la materia, sino ese vacío grávido. Ella es una de las emergencias de esa fuente originaria. Thomas Berry, el gran ecólogo/cosmólogo norteamericano, escribió: «Necesitamos sentir que estamos cargados con la misma energía que hizo surgir la Tierra, las estrellas y las galaxias. Esa misma energía hizo surgir todas las formas de vida, y la conciencia refleja de los humanos. Es la que inspira a los poetas, los pensadores y los artistas de todos los tiempos. Estamos inmersos en un océano de energía que va más allá de nuestra comprensión. Pero esa energía en última instancia nos pertenece, no por la dominación sino por la invocación» (The Great Work, 1999, 175), es decir, abriéndonos a ella.
Si es así, todo lo que existe es una emergencia de esta energía fontal: las culturas, las religiones, el propio cristianismo e incluso las figuras como Jesús, Moisés, Buda y cada uno de nosotros. Todo venía siendo gestado dentro del proceso cosmogénico en la medida en que surgían órdenes más complejos, cada vez más interiorizados e interconectados con todos los seres. Cuando se da determinado nivel de acumulación de esa energía de fondo, entonces ocurre la emergencia de los hechos históricos y de cada persona singular.
Quien vio esta gestación de Cristo en el cosmos fue el paleontólogo y místico Teilhard de Chardin (+1955), aquel que reconcilió la fe cristiana con la idea de la evolución ampliada y con la nueva cosmología. El distingue lo «crístico» de lo «cristiano». Lo crístico se presenta como un dato objetivo dentro del proceso de la evolución. Sería aquel eslabón que une todo con todo. Porque estaba dentro de ella pudo irrumpir un día en la historia en la figura de Jesús de Nazaret, aquel por quien todas las cosas tienen su existencia y consistencia, en el decir de San Pablo.
Por eso, cuando lo crístico es reconocido subjetivamente y se transforma en contenido de la conciencia de un grupo, se transforma en «cristiano». Entonces surge el cristianismo histórico, fundado en Jesús, el Cristo, encarnación de lo crístico. De aquí se deriva que sus raíces últimas no se encuentran en la Palestina del siglo primero, sino dentro del proceso de la evolución cósmica.
San Agustín escribiendo a un filósofo pagano (Epistola 102) intuyó esta verdad: «La que ahora recibe el nombre de religión cristiana existía anteriormente, y no estuvo ausente en el origen del género humano, hasta que Cristo vino en la carne; fue entonces cuando la verdadera religión, que ya existía, empezó a ser llamada cristiana».
En el budismo se hace un razonamiento parecido. Existe la budeidad (la capacidad de iluminación) que venía forjándose a lo largo del proceso evolutivo hasta que irrumpió en Sidarta Gautama que se volvió Buda. Este sólo pudo manifestarse en la persona de Gautama porque la budeidad estaba antes en el proceso evolutivo. Entonces se volvió Buda como Jesús se volvió Cristo.
Cuando esta comprensión es interiorizada hasta el punto de transformar nuestra percepción de las cosas, de la naturaleza, de la Tierra y del universo, entonces se abre el camino a una experiencia espiritual cósmica, de comunión con todo y con todos. Realizamos por esta vía espiritual lo que los científicos buscaban por la vía de la ciencia: un eslabón que unifica todo y lo atrae hacia delante.
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